LOS GATOS TRISTES NO PUEDEN BAILAR
De todos los posibles
imprevistos el más inesperado del conjunto es el previsible-previsto.
Mientras organizaba de
cualquier forma sin orden establecido los bártulos en la maleta iba pensando en
esos imprevisibles cabos sueltos que, por insignificantes, pasaban inadvertidos
a lo largo del viaje sin billete de vuelta que estaba por iniciar.
Dio tres vueltas a la casa;
echó la vista sobre el silencio avaro que se había apoderado de muebles y
paredes.
Un timbrazo agudo y punzante
del portero automático llevó sus pasos hasta la puerta.
—Ya bajo —contestó.
El conductor —oscuro como el
día— acomodó su equipaje en el maletero del coche sin dirigirle siquiera la
mirada. Era un tipo imponente, alto, fuerte; su cara llena de cráteres,
producto seguramente de haber contraído en su día la viruela junto a un ojo
estrábico conformaban el conjunto de un personaje de novela de suspense.
Pasados todos los controles
aeroportuarios por fin, intranquilamente sentado al lado de la ventanilla
viendo como lo envolvían las nubes suspendidas en el cielo, impasibles, sin
movimiento, como prendidas, cosidas al tejido azul…
Sabía que el final se acercaba
para él, sin susto ni sobresaltos; preparado para poner en marcha la alarma sin
emoción. Apenas un escalofrío cuando la deflagración que precedía a la
explosión desconcertó al compañero de asiento y en un nanosegundo vio pasar la
insignificancia de una vida, a entender que lo imprevisto sacude cualquier
cimiento previsto como invencible.
Hoy hace un año. Nadie
recuerda que ese día sin susto aparente el cielo cambió de color.
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