TU NOMBRE ME SABE A OLVIDO


La tradición manda. Era costumbre que cada nuevo miembro de la familia heredase el nombre del padre, madre, abuelo, bisabuela…herencia que, sin saberlo, se administraba al neófito con el bagaje completo de todo lo que en vida adornó al predecesor. Llamarse Luz, Candela, Violeta, Ernestina…y heredar no solo una cédula de identidad sino toda una batería de aciertos y desaciertos que conformarían   la vida de estos herederos; un campo de flores o de minas y todo el patrimonio que conlleva la carga nominativa.

Yo, que nací un domingo, ni pensar quiero en la adjudicación del día como nombre en femenino Dominga. Hay quién ha corrido peor suerte y lo lleva adjudicado para escarnio propio.

Con el nombre se carga toda una vida.





Padres, madres del mundo: pensad bien antes de cometer el «nombrericidio» sobre vuestra descendencia. Si te llamas como yo, la losa ha de pesarte hasta la eternidad. Me consuelo un poco al ver escrito mi nombre en inglés: Solace, en inglés las cosas más adustas, parecen sonar mejor. Amén de los chistes soportados durante décadas, pareces estar condenada a ejercer lo que sin tu voluntad se impuso en la pila del bautismo. 





De tanto usarlo en favor del prójimo, o la prójima, se me rompió el consuelo y nada queda para mí.  A mi personalidad le hubiera ido como anillo al dedo la nominación de CLARA, mucho más definitoria de lo que mi persona pueda aportar a este río de la vida que baja sangrante, tiñendo las vegas, tornasolando los valles con su reguero de luminosa claridad.

Pero no, así son las cosas, así se deciden, así se soportan… por los siglos de los siglos:

Amen. —Sin tilde, a ser posible—.

















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