REUNIONES FAMILIARES

Aquel núcleo familiar, inhabitual, raro por lo poco común con el resto de lo conocido, en un entorno regido por las normas concernientes al grupo adaptativo que conformaba un panorama, cuando menos, «borreguil», aunque aquí los adjetivos se amontonan, pero no conviene abusar. Aun así, compartían algunas reglas que, no por carecer de inscripción en los manuales de la buena conducta, carecían de prescripción en la práctica.

Las reglas familiares impuestas a través de generaciones eran claves:

—«Aquí se cena a las nueve en punto. Todo miembro ausente cuando el reloj dé la campanada que va de la octava a la novena, ha de saber que se enfrenta al ayuno que habrá de durar no menos de doce horas”.

Esta y otras trescientas noventa y ocho reglas más quedaban recogidas en un tocho encuadernado en piel de cordero que descansaba acumulando el polvo de tres siglos, sobre el aparador.





Ese fue el motor de arranque para que él se saltara a la torera esa y algunas más de las «prohibiciones» de la tribu a la que el caprichoso destino le había designado.




—«Voy a cenar con las tres «pes»: Pronto, poco y sin público».

En medio de su aporía —o tal vez gracias a ella— construyó un muro inaccesible al que añadió una sordera selectiva, lo que incluía pasar por el tamiz de sus deseos, que era lo que quería escuchar y lo que acertadamente para su tranquilidad tiraba por el barranco de los olvidos.




Entre las mujeres de la familia existía otra disparatada tradición muy arraigada, creada a saber por qué ancestro o ancestra, consistente en tener en un cajón a buen recaudo las bragas de ir al médico … ¡Ay de la desdichada que se atreviera a cambiar el tapaculo de cajón!




—Mi siguiente trabajo será el de recopilar todo este manual de normas peregrinas, muchas de las cuales, a pesar de no estar aquí recogidas, rigen los destinos de esta tribu. Con todo, creo en la fortuna de no haber nacido mujer, las normas que se aplican sobre ellas en esta comunidad, rayan lo esperpéntico.

—¡Remigio! ¡A cenar! —grita la voz patriarcal.

—Gracias. Cené con las tres «pes». Estoy libre de penitencia y ayuno.

—¡¿Qué dices insensato?!

—Pues que acabo de añadir una norma más a ese manual de instrucciones que proyecta sobre nuestras vidas una lunática normativa a todas luces obsoleta: «Pronto, Perderás, Partido», que traducido viene a significar —más o menos—, que os vayáis todos a tomar por el culo, que yo seguiré sentándome solo a la mesa; una mesa silenciosa, muda, que se limita a ejercer su trabajo: el de prodigar sustento a los afásicos platos.

—Este sale al tatarabuelo del que heredó el nombre. Raro, raro, raro…

Su hermana Ataraxia se acerca, lo besa y recoge el mantel sobre el que ha quedado la mancha indeleble de tinta caída del último capítulo.

Acababa de sentar jurisprudencia.

 















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