DESORDEN
—¡No seas distópica, haz el favor!
—Hay cosas peores.
—¿Peores que qué?
—Que ser un mastuerzo
gilipollas, por poner un ejemplo entre mil.
—¡Wanda! ¡Hasta tu nombre es distópico!
¡Vaya nombrecito!
Wanda no era en realidad su
nombre. El apodo se lo encasquetaron por su afición al equipo de fútbol perteneciente
a un club cuyo nombre de campo de fútbol era tal. A ella le importaba un pepino
cuadrado como la llamasen, llamaran, o utilizasen el pretérito
pluscuamperfecto.
Despertó con la sensación de
un cargamento sobre sus espaldas, correspondientes a siglos de desorden y
confusión, lógico pensar que era una sensación y no una realidad. No tenía ni
la más puta idea de cómo había llegado hasta allí.
—Esto tiene toda la pinta de
un aterrizaje forzoso. –Pensó.
Ni idea de las últimas doce
horas; se habían borrado de su mente cubiertas por una nebulosa gris y
desordenada. Ni idea, en el momento preciso, de donde se encontraba, de cómo
había llegado allí. A ráfagas: ni noción de sí misma. Se palpó el torso, las
caderas, los brazos, la cabeza, las piernas…todo parecía estar en el lugar
correspondiente, todo menos uno de sus pies que girado unos treinta grados
apuntaba hacia el este.
Este hecho desconcertante no
solo no añadía luz al asunto, sino que lo oscurecía todavía más si cabe. Echó a andar con aquel nuevo caminar
bamboleante por culpa de un díscolo pie. No se sabía si iba o venía, aquellos
andares de pato habrían confundido hasta al inventor de la brújula.
A su lado, pegado al suelo, un
amasijo metálico ¿Qué coños será esto? —hasta en la más recalcitrante de las
amnesias se recuerdan los tacos—. ¿Será una sartén, el esqueleto de un paraguas,
los restos de un orinal, el caparazón de un brasero, las bragas metálicas de un
extraterrestre? Tampoco la acompañaba seguridad alguna sobre estos pensamientos
mezclados de que tales objetos tuvieran o hubieran contado con existencia
remota o venidera.
¿Quién soy? ¿Qué hago aquí? ¿Qué cojones ha pasado? Volvió a palparse de arriba abajo para constatar que dormida no estaba; confundida, en medio de un desorden catedralicio, sí, eso sí…¿Pero? Y antes de acabar el ‘pero’, se desplomó cual avión de papel.
Dormida, soñando o en clara vigilia —no había
forma de saber en qué estado se hallaba— un grupo de estrellas azules,
parpadeantes giraban a su alrededor emitiendo un sonido punzante. Ella percibía
la escena a través de la nebulosa que una tela de araña sin concesión alguna proyectaba
la luz que pondría fin a cualquier elucubración; cubría el momento de aquel
espectáculo.
—No estás deprimida, estás distraída.
El bata blanca lanzó con virtual puntería contra el brazo de W. el
dardo sustancial y sustancioso, contenedor del cargamento adormidero que habría
dejado k.o. a una legión de caballos.
—¡Toc…toc…toc…toc…! ¡¡¡May!!!
¿Quieres abrir la puerta por favor? Recoge tu cuarto que parece la chatarrería
de un desguace extraterrestre, y, sal, qué llegamos tarde a tu sesión de terapia-curativa-de-desorden-neuronal-endógeno.
A May —este era su verdadero
nombre— quizá le hubiese encantando cumplir la orden de su madre, pero el ‘proyectil’ del bata blanca la mantuvo
durmiendo de forma desordenada los siguientes cuatro meses entre breves
fogonazos de vigilia en los que ordenada su chatarra, esta, volvía a cobrar
vida propia en cuanto May cerraba un ojo.
El: ¡corten! del film director,
retumbó por todo el escenario.
—May, has estado magnífica. Te
superas en cada escena. ¡Estoy encantado contigo! Seguiremos juntos en mis
próximos proyectos.
May agradeció el comentario con una sonrisa ensayada —de algo servía ser tan buena actriz, mérito aprovechable para ocasiones como la presente—.
Subió al cuchitril eufemísticamente
llamado camerino, se cambió de ropa, observó el desorden que poco o nada le
importaba. Llamaron a la puerta empapelada con los últimos carteles
publicitarios del rodaje. Abrió de mala gana, solo tenía ganas de largarse de
allí; su trabajo en aquel rodaje terminaba allí. Quería, necesitaba descansar,
huir donde nada pudiera molestarla, pero…
—¿La señorita May?
—Sí.
—Telegrama urgente.
—Gracias.
Hay películas sin fin. Hay películas
que continúan por los siglos de los siglos saltando de generación en
generación. Hay películas que no admiten un ‘the end’.
De riguroso negro, a los pies
del panteón, creyó oírse decir: «Nada de
esto hubiera ocurrido de haber estado yo aquí».
Esta vez no hubo aplausos, ni
palabras de agradecimiento tras la última frase. El final de aquel rodaje en
realidad era el principio de un eterno y desordenado vagar.
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Soy toda "oídos". Compartir es vivir.