LEONAS


El mejor regalo que su abuela le hizo fue enseñarla a leer.

Desde que la magia de las letras hizo nido dentro de ella, esperaba el momento del día en el que, sumergida en los mundos escritos quedaba abandonada en ellos perdiendo por completo el sentido de la realidad habida alrededor.

Manuela mantuvo hasta el final de sus días esa tradición; con los años el cuerpo había ido cambiando su forma, su columna se retorcía cada año como si de un viejo árbol se tratara, pero a pesar de lo dilatado de su espacio, nuevos brotes surgían en él.

El deseo de Manuela era vivir otros cien años para seguir leyendo todo lo que el periodo restante no concedería a terminar los muchos libros que quedaban pendientes.

Leía libros, revistas, periódicos, pancartas…todo lo que caía

al paso, lo encontrado, lo buscado, lo rebuscado y lo que a

veces aparecía por arte de birlibirloque.

—Eres una leona, Manuela. —Le decía con irónico cariño su

bibliotecaria.





—Sí, pero yo cuido a mis crías más de lo que hacen las

presupuestas reinas de la sabana. —Contestaba Manuela en

el mismo tono recibido.

—Mira, acaba de llegar esto: «Mujeres de vuelta y media». No

he tenido tiempo de ojearlo, pero así de primeras, promete.

¿Quieres llevártelo?






—¡Qué pregunta! De sobra sabes que sí…

—Espero tu resumen cuando lo hayas leído.

—Cuenta con ello.

Manuela como cada mañana agarraba su silla, su paraguas y una bolsita con la escasa comida que sus cansados huesos y sistema digestivo necesitaba ya a esas alturas. Se sentaba en el paseo donde la gente a la que en un principio despertó curiosidad, pasó como pasa todo al plano de la invisibilidad que otorga la costumbre de una imagen mostrada a diario: una anciana sentada, inclinada sobre sus papelajos.

Aquella mañana, con la última entrega hecha de la bibliotecaria se dio a la lectura con tal ensimismamiento que, esta vez más que nunca evadida de todo acontecimiento que pudiera surgir a su alrededor no percibió el paso del tiempo; era un atardecer de azules y verdes el que iba tomando posesión del paseo, pero Manuela no se apercibió…Ella se vio en aquellas historias, en cada una de ellas, todas guardaban una pizca de su vida…«¿¡Cómo no se me ocurrió a mí!?, ¡A mí, que soy parte de lo que acontece en estos relatos!»…

Recogió su silla y su sempiterno paraguas. A ritmo de sus cansados pies llegó a la biblioteca.

—¿Qué tal Manuela? ¡No me digas que ya terminaste el libro que te presté esta mañana! Y bien, ¿Qué te pareció?

—Me pareció que yo soy la protagonista, o como poco, la inspiradora de todas esas historias. Te diría que me gustaría conocer a la autora, pero no. Se rompería toda la magia que proporciona el imaginario. ¡Si te decides a leerlo verás que ahí, ahí, estoy yo! ¡Si mi abuela levantara la cabeza!

Toda una vida de letras inclinadas reposan sobre su cuello

 retorcido.

…Y las «ges», las «bes», las «úes», las «haches»… fueron

cincelando su cuello hasta doblegarlo.

Ella nunca las abandonó.

 





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