EL TREN DE LAS 24:49

Sentada sobre las desgastadas losas de aquel andén por el que en sus buenos tiempos se había deslizado media humanidad y, ahora, apenas si asomaban un par de mochilas despistadas a la semana. Aspiraba un cigarro como si con cada inhalación pudiera conseguir tragarse el escenario que rodeaba la vieja estación a la espera del tren de las 24:49.

Impaciente, abandona su rudo asiento y se dirige al guardián que desde su garita intenta hacerse con el control de la estancia.

Le pregunta por el tren de las 24:49, si llegará en hora, si acaso se retrasará o…

—El tren de las 24:49 ya pasó. Hace exactamente 24:49 horas. ¿Acaso usted no controla el tiempo?

—No.

—Tendrá que volver cuando el reloj marque de nuevo las 24:49.

—¡Qué absurda puta hora! ¿Quién fue el inventor de este enrevesado horario? ¿Cómo voy a saber si me paso de hora o no llego?

—Es un horario inventado a conveniencia del autor. Si no le gusta, busque otra estación. Otro tren. Otro viaje.




De repente como una exhalación, cual bala, cruza por la vía un tren a la velocidad de la luz. Aun así, alcanza a divisar tras los cristales a los habitantes de aquellos vagones: todos están dormidos. Al menos lo parecen.

Y se alegra de no alcanzar a subirse al tren de las 24:49.


















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