EL CARTERO DESAPARECIDO

Habían pasado tres meses desde que vio por última vez a Regino cargado con su morral desgastado por la lluvia, el sol, los temporales que como inquilinos desaprensivos tomaron posesión del saco depositario de tantas vidas que el azar depositaba en blancos sobres, para cuyo contenido, algunos destinatarios no estaban preparados.

Regino, llevaba miles de horas vividas con el costal pegado; mientras repartía las misivas iba elaborando historias para cada una de ellas. Imaginaba que podría ocurrir en el interior de esos sobres.

A través de los años, el contenido de la saca iba adquiriendo un nuevo color, nuevas formas de comunicación acabaron con el arte de escribir cartas, de describir sentimientos, estados, de mandar escritos reconfortantes a un amigo, a un conocido, para ayudar con ello a superar el trance en que se encontrara. Cartas incluso a posibles enemigos, que no eran tales, sino imaginaciones paranoicas hermanas del aburrimiento. «Ya no se escribe; el mundo cambia y yo no me acostumbro», —decía para sí, Regino.

Más de tres meses y hasta hoy no había echado de menos el timbrazo puntual que a las doce en punto propinaba Regino haciéndole saltar en su silla. Fue una especie de fogonazo en primera instancia, pero pasó sin dejar rastro. Por alguna extraña razón que no conseguía contextualizar, la imagen de Regino volvió a tomar posesión de su cabeza.

Al pasar por el cubil del portero que dormitaba sobre un periódico deportivo, arrugado probablemente en un ataque de ira al ver en él reflejado a su equipo perdedor, le preguntó si él había visto a Regino en los últimos días.

—¡Qué va! ¿Pero no ha caído usted en la cuenta? ¡Hace más de tres meses que Regino no viene por aquí! Hay un nuevo cartero sobre el que tengo que estar al quite para que no distribuya el correo como dios o el diablo le da a entender. ¡Un desastre, si quiere que le diga la verdad! ¡Yo sí que echo de menos a Regino! Conocía su trabajo como los dedos de sus manos, daba gusto, venía repartía y hasta más ver… ¡pero este! ¡ay! Un lerdo, más que lerdo es…




—Gracias, Dalmacio. —Aprovecha el paréntesis para largarse antes de que el cancerbero le cuente hasta el nacimiento de la inquisición.

—¡N’á! ¡A mandar!

¿A qué correspondía aquel estado de alerta cuando él lo único que había intercambiado con Regino eran puros formalismos establecidos, reglas de cortesía, sin excederse para nada de ellas?

Al volver de la calle pregunta a Dalmacio si hay correo para él.

—En su buzón nada, ya le he dicho que estoy siempre al quite con el cartero. Me ha dejado este sobre grande, no entraba por la ranura.

Él, más que sorprendido puesto que no esperaba ni había encargado nada, extrañado por aquel sobre grande en el que no figuraba remitente, agarró el paquete y se encaminó escalera arriba saltado los peldaños de dos en dos.

En casa, sin resuello por el esfuerzo, se tira en el sofá y rasga el sobre. Saca su contenido conteniendo un grito de desconcierto. Una nota manuscrita con letra grande como la de un niño que está aprendiendo a escribir, firmada por Regino:

«Señor X, en la oficina de la C/ Tormenta Fulgurosa, nº 13, y apartado de correos 666666, se encuentra depositado un fajo de correspondencia dirigida a usted que nunca le entregué. Adjunto llave de la casilla.  Es posible que no sea de su agrado el contenido allí depositado, pero lo hecho, hecho está y no tiene vuelta de hoja. No intente dar con mi paradero, le aseguro que los pasos encaminados a tal efecto no tendrán resultado alguno. Ni se moleste. Pediría perdón si no tuviera la seguridad de que no sirve de nada ni para nada. Está hecho, hecho está». 

Sin otro particular:

Regino.

El paquete de más de cien cartas dirigidas cada una con sus correspondientes manuscritos, enviadas a otras tantas editoriales convocantes de los premios literarios a los que él creía estar presentando sus escritos, de los que nunca obtuvo contestación puesto que la misma era recogida por Regino que, a su vez, falsificando su identidad se apropiaba del premio correspondiente, le dejó mudo.

En aquel momento no pudo ni maldecir. Se preguntaba como una persona como Regino había sido capaz de pergeñar un plan a todas luces y por lo comprobado, perfecto.

Regino desde hacía tres meses vivía a cuerpo de rey en algún paraíso perdido de esos que no aparecen ni en los mapas.

Una mano sujetando el daiquiri, la otra, deslizando la pluma sobre el papel que en poco tiempo llegaría a ser best seller, copiando y pegando el contenido de todo lo recopilado a un talentoso escritor, cambiando frases con el fin de maquillar el texto falsificado, y firmando, ¡eso sí!, con el seudónimo: «Irreversible».

El mismo Regino se encargará de entregar el manuscrito en mano, en la consiguiente editorial. No se fía de los carteros.





Comentarios

  1. Seguro que Regino escribe algo digno de leerse. Mira Bukowski, que antes de ser escritor estuvo once años trabajando en correos. Eso sí: no desapareció

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    1. Regino en su afanoso corta-pega puede muy bien llegar a ser un Pérez-Reverte cualquiera. Igual Bukowski entre sobre y sobre aprendió la difícil tarea de juntar letras. Gracias, como siempre por comentar. ¡Saludos!

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  2. Como a Charles Bukowsky, a Regino también le gusta “empinar el codo” ¿no será Regino el propio Bukowsky?
    El cartero dejó hace tiempo de ser esperado con ansiedad, ilusión e impaciencia, lo mismo que el revelado fotográfico esperado durante días, solía ser frustrante.

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    1. Quizá sea una reencarnación de Bukowski, o de sí mismo...¡vaya usted a saber! Mi casa tiene un cartero absolutamente disléxico igual que el sustituto de Regino ¡no acierta ni una!
      Aquí la ansiedad de la espera se centra en ver si te llegará alguna carta del banco que no sea tuya...
      Gracias, «anónimo», seas quién seas, bienvenidos tus comentarios. ¡Saludos!

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  3. Bien por Regino que le hizo albergar una esperanza (casi) interminable.

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    1. A mí, Regino me cae bien a pesar de ser un atracador amigo de lo que no era suyo. No sé muy bien que pensar en cuanto a la esperanza dado el resultado final, aunque me gusta tu punto de vista. Gracias por comentar, Rodolfo. ¡Saludos!

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