LOS CALCETINES DE NABUCODONOSOR

Con la habilidad digna de una manada de pulpos distribuían clavijas a lo largo y ancho de sus respectivos paneles durante jornadas esclavizantes. Lili llegaba a casa con un repetidor zumbido convertido en parte de su fisiología que, por reincidente, había pasado a un tercer plano, aunque no dejaba de ser molesto en ocasiones, perturbador, en otras.


De camino a casa va soñando con el premio gordo de la lotería:

—«Me compraré una casa…un coche…una…y no volveré a este estúpido trabajo» …




La llamada de aquel desconocido pilló a Mila con los ojos mirando el infinito conglomerado de cables…

—¿Sí?

— ¡Hello! ¿Pruebas a adivinar quién soy?

—No, señor. Si es tan amable de decirme que necesita; tengo mucho trabajo que atender.

A la salida del trabajo el desconocido hablante esperaba apoyado en el quiosco de prensa que había justo al lado de la puerta de la Central. Algo en su forma resultaba ¿Doméstico? Quizá usual, pero no sabía porque la primera ráfaga mental fue ‘doméstico’…por el momento no acertaba a adivinar la causa de ese flash.

—¿Mila?

—Sí.

—¿Eres tú? Qué voz tan rara hija mía… ¿Estabas dormida? ¿Te molesto?

—No, ninguna de las dos cosas…dime. —«Qué pedazo de cansinez es esta tía»—.

—La llamada es para recordarte que mañana tenemos una cita en Babilonia’s Jazz, ¿Recuerdas?

—Vagamente. Gracias por recordármelo. Eso sí, refréscame la hora si no te importa.

—¿Te pasa algo? No sé, pareces rara, como ausente ¿De verdad estás bien?

—Estoy bien, no te preocupes. Mañana nos vemos ¿a las siete? en el Babilonia’s. ¿De acuerdo?

—Como quieras, pero que sepas que no me quedo tranquila. Si más tarde sientes la necesidad de contar…sabes que…me tienes…bla…bla...bla…

—«¡Pero qué tía más plasta! Ganas me dan de no ir mañana a la cita».

Mila se prepara un gin-tonic; en momentos así esto le ayuda a conseguir un poco de calma. Pone música. Cambia el disco. Apaga el reproductor. Vuelve a encenderlo.

—¿Quién era ese tipo y por qué suena a conocido? —Se pregunta.

Es viernes. El Babilonia’s está a rebosar. Mila se encuentra con su amiga en la entrada; después de los saludos, esta vuelve a la carga.

—Estás como ausente. No sé. Te encuentro rara ¿Todo bien?

—Todo perfecto. —Contesta Mila con una rotundidad que más parece una declaración de intenciones.

Desde el escenario la banda de jazz intenta atraer la atención de los parroquianos que, parecen más interesados por el momento en sus copas y en ojear el ambiente, que en la música.

Así, de sopetón, cuando menos se lo esperaba —las cosas siempre ocurren así— un toquecito en la espalda hace respingar a Mila que da un pequeño salto y se tira media copa encima.

—¡Será imbécil! —Grita mientras se gira para enfrentar la cara de quien ha favorecido el derrame, y, es en ese momento lo que en principio fue un pequeño susto, pasó a colapsar cualquier movimiento que intentara llevar a cabo. La gravedad del reconocimiento hizo que la copa por fin cobrara vida propia y acabara estrellada en el suelo.



—«¿Nabucodonosor? Es imposible, no puede ser».

Fue un verano de no importa qué año, en aquel lugar apartado del mundo donde pasaba vacaciones que, conoció a Nabucodonosor, nombre poco habitual salvo para la madre del desdichado que, debió ser fan del artífice de los jardines de Babilonia y le colgó para el resto de su vida aquel famoso nombre a su vástago, cosa que a él no le hacía mucha gracia, a decir verdad.

Tuvieron un ‘tonteo’ corto. Corto, porque ella de por sí poco dada a estos lances, en una tarde que estaban sentados en la terraza del único bar instalado en la plaza, operativo solo en verano, quiso la suerte que, en una bajada de cabeza, Mila, acertara a toparse con los calcetines de Nabuco, amparados hasta entonces debajo de la mesa, guardianes de dos piernas larguiruchas y mal proporcionadas. Lo de las piernas podía darlo de paso, no así los calcetines. Cuando enderezó el cuello y su cabeza volvió a la posición vertical en el rostro había quedado impresa la huella de aquellos calcetines…intentaba una excusa para salir de allí a la velocidad del rayo…




—Nabuco, lo siento, tengo que marcharme…

—Pero… ¿he hecho algo que te haya molestado?

—No, pero tengo que irme…nos vemos…adiós…

Incapaz de inventar una mentira, se levantó y tuvo que hacer un ejercicio de contención para no salir corriendo.

Desde entonces sus sueños estaban plagados de calcetines, calcetines de todos los colores, la perseguían por la casa, por la calle…la recomendación de su terapeuta fue que se adentrara en un almacén de calcetines y observara hasta el infinito montañas de ellos.

—Si no puedes vencer a tu enemigo únete a él, quizá funcione y el hartazgo cree un escudo contra ellos que los haga desaparecer de tu mente.  —Recetó la facultativa.

No dio resultado; cada vez que tenía una cita, por más ejercicios mentales que hiciera, terminaba bajando la cabeza hasta tropezarse con las medias del desafortunado que, en ese momento compartía —sin redención por parte de ella— una primera y única cita.

…Y, es que los calcetines de aquel verano de Nabuco…podían haber sido de cualquier forma, pero, cuando vio los renos dibujados en las pantorrillas…  nunca más pudo volver a mirar unos calcetines sin sentir pavor…a pesar de que esto pueda parecer exagerado, la historia está llena de acontecimientos similares a este …

Con el tiempo y sus respectivos calcetines, Nabuco llegó a ser un refutado juez. Con cada sentencia aplicada, el reo de turno al mirar sus calcetines, caía fulminado librándose así de la posterior condena. Con lo cual y gracias a esta prenda, Nabuco libró a muchos desgraciados de una condena larga y eterna…todo quedaba resuelto en menos que canta un gallo —un calcetín en este caso—…

Mila, consiguió tras años de una fortuna gastada en terapeutas, vencer su trauma. Se casó con un empresario de la industria textil dedicado a fabricar ¡Calcetines! Aunque nunca más volvió a mirar a los pies de nadie so pena de que la historia volviera a comenzar.

















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