EL PODER DE LA MÚSICA: ¡Cántamela otra vez, Gardel!


En la calle empedrada resuenan unos tacones.

A su izquierda las saltonas luces de neón azules y amarillas, anuncian: «Tacones de hielo». El rimbombante nombre del bar que encontró por casualidad —parece que hubiera pasado un siglo desde el hallazgo—, en una de sus noches, gracias a su sempiterno vagabundear, la empujó a cruzar sus puertas.

Tras la barra de un bar. Desde ese minarete a través del cual pasan todas las vidas. Todos los amores. Todos los desamores. Todos los sueños con sus correspondientes promesas incumplidas. Desde ahí, Bruno, servía cada noche un cóctel explosivo a la sensual rubia que, cada noche ocupaba el taburete apegado a la tabla de salvación que puede llegar a ser la barra de un bar. Sabía cada detalle de una vida de trasiego y aventura —o desventuras, qué también—.




—¿Cómo ha ido el día, Olga?

La misma pregunta cada día, cada noche. Conocía sobradamente la respuesta a la cuestión, pero, era como un acto de fe incorporado al estiramiento de brazo para depositar la bebida, un atributo más de esta, sin la que el líquido, hubiera quedado soso a falta de un ingrediente.




—¿Quién actúa hoy?

—Un tal Gardel. Unos dicen que es francés, otros que argentino, otros que uruguayo…canta tangos.

—Pues me quedo. Tengo esta noche alma de tango.

—¿Seguro que podrás con ello? Mira que tú…

Con «ello», Bruno quería significar si a Olga no le iba a dar un jamacuco escuchando las trágicas letras que componen un tango. Más de una vez se había visto obligado a recogerla en volandas, depositándola en la trastienda hasta que recobraba el conocimiento.

Las luces van descendiendo a medida que se ilumina el escenario. Entre las primeras sombras se adivina una pareja entrelazada, a su lado, un tipo alto, moreno, con pinta de galán de cine. Todo se acomoda para dar comienzo al show que, el argentino-francés-uruguayo estrena con la inquietante siguiente estrofa:






«El mundo fue y será una porquería, ya lo sé

En el quinientos seis y en el dos mil también

Que siempre ha habido chorros

Maquiávelos y estafaós,

Contentos y amargaos, valores y dublé

Pero que el siglo veinte es un despliegue

De maldá' insolente ya no hay quien lo niegue

Vivimos revolcaos en un merengue

Y en el mismo lodo todos manoseaos».

La cosa mejoró al entonar «Fumando espero». Olga se veía dentro de la canción y no pudo sino encender un cigarrillo para seguir el son.

Cuando llegó el turno de «Volver», Bruno, que no le quitaba el ojo de encima, adivinó el siguiente paso de Olga. No se equivocaba. Le tenía contados hasta los latidos de cada una de las inhalaciones-expiraciones. De un salto se lanzó enfrente del taburete a tiempo de recogerla en sus brazos, mientras, Gardel, cantaba: «A media luz».

 




Al son de un tango, en volandas, Olga deliraba…Volver, volver, volver…

—«En los tacones lejanos de una rubia me perdí; ahí me quedé enganchado, y, Gardel, no supo entender que ese resonar traía todo el ritmo a tango que nunca llegaría a componer». —Se fue diciendo Bruno, como para sí o como para no.





















 

 


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