ISABEL Y LA LUNA LLENA
La tarde de aquel plomizo día
en que todo se derrumbó Isabel lavaba una pila de ropa puño contra puño en las
aguas del cada vez más menguado río que, bordeaba el medio deshabitado terruño,
cuando a lo lejos, creyó oír una voz que gritaba su nombre.
No era la primera vez que
experimentaba esta sensación. Eran muchas las ocasiones en las que, dormida
como un saco de arena, el sonido de su nombre la depositaba en una vigilia de
la que ya no podía escapar en lo que restaba de la negrura hasta el alba.
Era tradición en la familia.
Más de una vez escuchó contar a su abuela episodios similares, también a su
madre, a sus primas Inés y Antolina, a…
Pero ella no, no podía
ser…ella no quería que ese maleficio con el que al parecer fueron dotadas las
mujeres de su clan generación tras generación…la rozara siquiera.
Esa mañana, al alba, sin
apenas haber podido conciliar el sueño, se dirigió sendero arriba hacia la casa
de la maga a la que en más de una ocasión había acudido buscando el remedio que
en cada circunstancia fue requerido con buena resolución, casi siempre.
Dos golpes rápidos en la puerta carcomida por los años y el clima, y una voz, que parecía salir de ultratumba diciendo:
—¡Pase quién sea, coño, aunque
sea el mismísimo demonio!
Isabel, temblando por la adusta
invitación, cruzó el umbral que desembocaba en una oscura y rocambolesca
habitación con un ventanuco por el que apenas se colaba un rayito minúsculo de
luz. La maga, medio ciega y con un humor de bucanero, lanzó como un cañón la
pregunta.
—¿Quién eres y qué vienes
buscando aquí?
Isabel que estaba a punto de
hacer sonar la campanilla de su garganta contestó a trastabillones el motivo de
su presencia entre esas paredes que, parecieran querer derrumbarse de un
momento a otro.
—Difícil lo pones, zagala.
Cuando estas cosas vienen de siglos y traspasan generaciones…poco…poco…en fin…
¡Toma!
La maga le ofrece una caja
desgastada, la tapa labrada, en cuyo relieve, aparece un dragón.
—No debes abrirla hasta el
cuarto día de luna llena. Si lo haces antes, tú verás…yo no me hago
responsable. Avisada quedas.
—Pero…—acertó poco más a decir
Isabel…
—No hay peros. Puede que funcione, puede que no, eso nunca se sabe. Si tienes la suerte de que sea qué sí, te habrás librado de la maldición. Sino, tendrás que aprender a vivir con ella.
—Pero… ¿he de hacer algo con
la caja?
—Ponerla en lugar seguro donde
nadie pueda tocarla y mucho menos abrirla…
Isabel que no logra vencer su
intranquilidad, agarra la caja, le da a la maga el impuesto requerido y, enfila
para su casa con ella oculta bajo la ropa.
A nadie le habla de su secreto
remedio. Espera impaciente cada noche a que llegue la fecha convenida para
abrir la caja…
El tiempo, ese enemigo de
precipitaciones y amigo de la paciencia, trae el cuarto día de una luna llena,
impertérrita ante la incertidumbre de Isabel.
—«El
remedio eres tú. Todo lo que te inquieta acabará cuando dejes de pensar en
ello».
Era el papel que contenía la
caja. La solución era simple, tan simple como que nada sucede sin el permiso de
nadie. Isabel desconcertada no sabía cómo encarar la supuesta solución.
Agarró el balde con la ropa y
arrodillada a la vera del río, frotando puño contra puño, supo que jamás
volvería a escuchar su nombre. «Nadie
hablará de mí, cuando haya muerto».
Un fuerte viento arrancó de
cuajo el ventanuco que daba luz a la casa de la maga. La puerta salió en
volandas y detrás de ella los cuatro inservibles enseres que la hechicera
acumuló…el viento soplaba, y en el remolino que barrió de pleno la montaña,
como una melodía, iba impreso un nombre:
¡Isabel!
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