VIAJE AL FIN DEL MUNDO POR UNA AUTOPISTA NEURONAL SIN MAPA
«Un viaje al infinito».
Había titulado para sí la aventura a la que iba abocarse una vez hubiera terminado los innumerables trámites que se necesitaban para el viaje que le llevaría diez mil kilómetros desde su origen hacia lo que a él se le antojaba como el final de la tierra.
Llevaba
años programando el periplo para el que siempre encontraba un motivo de
aplazamiento.
Pelayo Turismundo Sobarbe,
aterriza recobrando la paz al fin, porque hubo más de un momento en el que
pensó que no saldría vivo de ese montón de hojalata al que llamaban avioneta.
Tomó tierra en lo que eufemísticamente los lugareños han bautizado como aeródromo,
pero que en realidad es una senda de barro y arena con puertas a una gélida
llanura.
Carga su macuto mientras
atraviesa cientos de kilómetros de suelos helados por aquella estepa hasta hoy
oculta y desconocida para él. Desde niño fue espantadizo, aunque lo que más
miedo provocaba en él era lo que recorría sin parar su cabeza formando elipses
en bucles de nubes grises que, se asentaban tomando posesión de aquel terreno cual
señores feudales.
Una montaña blanca se dibujaba
al final de lo que se adivinaba como el horizonte. Así, a lo lejos, asemejaba
ser un helado de nata, goloso espejismo de lo que era en la realidad cuando se conseguía
dar alcance y tratar de conquistarla.
En su zurrón las provisiones habían
menguado tanto que las paredes del fardel se pegaban unas con otras
emparentando con sus propias tripas. El hambre
y el frío se aliaban para hacer de la marcha de Pelayo un calvario difícil de
gestionar. Arrastrando sus adoloridos pies con la sensación de que, a pesar de
avanzar en línea recta, —al menos eso creía— parecía no moverse del sitio. Una
angustia vital vino a asentarse dentro de él y tuvo la certeza de que de allí
no saldría con vida. Fue su último pensamiento antes de caer como un espantapájaros
al borde de la congelación. Así lo encontró un grupo expedicionario que tropezó
con el cubo de hielo al que había quedado reducido su poco robusto cuerpo. Llegados
al refugio que acogía a los exploradores, estos, pusieron todo su empeño y los
medios disponibles para que Pelayo volviera a su ser. Aplicados todos los
remedios no parecían dar resultado. Pasaban las horas y Pelayo no daba visos de
recuperación. Al amanecer, ya sin aliento, sin despedidas ni aspavientos,
Pelayo atravesó su autopista neuronal. En ella se perdió.
*(En la nota de despedida que
sus conocidos lugareños le dedicaron en la gaceta local, aparecían toda clase de elogios hacía Pelayo. Elogios que jamás se dignaron prodigarle en vida).
Son muy ricos tus textos, en contenido y sabor.
ResponderEliminarMuchas gracias Rodolfo. Comentarios como estos ayudan a seguir escribiendo. Me alegra saber que te gustó.
Eliminar¡Un saludo!
¿Por qué será que la muerte de un conocido, de repente, nos aviva la memoria de que ese conocido existió y nos vuelve elogiosos? ¿Por qué parece que importa más cómo tratas a una persona cuando ya ha muerto que cuando estaba en vida? Y por supuesto, que gran nombre el del cádaver.
ResponderEliminarImporta lo mismo que en vida: nada. El misterio de los elogios no es tal; es el efecto de una pacatería con la que muchos pretenden o piensan que van a quedar bien. A mí que no me manden flores...
Eliminar¡Saludos!