LA ÚLTIMA CENA


Cada vez que llevaba una cucharada cargada de sopa a la boca, acercándola a esta e introduciéndola a la vez que provocaba un ruido semejante al que hubiera producido el desbordamiento de las cataratas del Niágara, los comensales sentados a su alrededor, estaban obligados a sostener la risa que hubiera convertido en tremendos aspersores «sopapasos», esa parte de la faz que les servía como vehículo de carcajeo, por el cual, eran alimentados, además de ostentar el cargo de señora del habla ininteligible de algunos, raro en otros, culta, en los menos.





Señor de postín —se creía— el muy estulto; por no ser, no era de alta cuna ni de baja cama. Solo un pobre diablo al que Salamanca no prestó lo que natura no la había dado. Falto de una clase que creía poseer, presumiendo a diestro y siniestro de su fortuna —dineraria— porque otra no tenía…




Era laso, cateto, fatuo y mentecato…todo a la vez, así, sin despeinarse. Si alguien osaba hacerle ver el defecto de sus «sorbidos», arrojaba sobre el sujeto en cuestión toda la ira que desprendían unos ojos fuera de órbita unidos a un par de sabrosos epítetos…

Sus paraísos intraterritoriales, colmados de vanidad, prohibidos a cualquiera que fuera capaz de argumentar con otras miras que no fueran las suyas, que eran ni más ni menos la de un señor muy parecido al protagonista de una canción de Sabina: «Mi vecino de arriba». Nada que hacer si no formabas parte de su cortedad de juicio.

Y, yo, que dentro de mi «buenismo» no soy nada diplomática, miraba la escena con la carga ojiplática que le pongo a todo lo que se sale de mi paraíso extraterritorial ganándome así su más cordial antipatía…

Él, como ha quedado dicho, no se sabe muy bien a qué nido pertenecía, continuaba con su perorata-relato de todos los bienes y posesiones contabilizados en el haber...faltando en el debe, todo lo relativo a las formas, la ética, la estética…esas pequeñas cosas sin importancia en la vida de un cateto…




En su vida de estudios universitarios se había dedicado con esmero a clavar el codo, a fin de hacerse con el título que, a la postre, habría de procurarle el sustento…de nuevo: el material; para el espiritual no llegó el condimento.

En su entelequia, no llegó a divisar que el mundo era redondo y no cuadrado, a imagen y semejanza de un cerebro involucionado como lo era el suyo. De ciencia, parece ser que había estudiado poco, pues ya en la escuela primaria se habla de los descubrimientos de Copérnico o Galileo; se ve que esos días por un «vaya usted a saber» el interfecto, se fumó esas clases.

Mucho postineo…pero, como todo mostrenco que se preste, acabó siendo descubierto por un mundo que no le correspondía ni le aceptaba, ese, del que quería ser parte aplicando su contumaz empeño.

Ni sus relucientes zapatos de más de tres cifras, ni su traje, su corbata y su camisa de iniciales grabadas en oro lograron dar brillo a un ser tan opaco…

—No es la apariencia: es la esencia. —Se atrevió a susurrar el hada de la verdad dejándole mudo ante un revelador espejo…




 

Su mujer, vestida para la ocasión, esperaba en el salón a que el estulto apareciera y, con esa sin-sintaxis que se gastaba, soltara alguna onomatopeya cuyo significado no hubiera sido capaz de descifrar ni un unicornio. Pero no aparecía, no aparecía…y, ella, comenzó a impacientarse…

Cuando abrió la puerta del dormitorio y descubrió la corbata de seda verde enganchada a la lámpara de la que colgaban unos pies que emitían su último baile, ella, en un suspiro acompasado por un viento infernal, quedó desposeída de todo lo que hasta entonces había habitado su ser…

—Nunca encajaste, no supiste encajar nada que no fuera tu vacuidad.




















 


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