RESACA

El dolor de cabeza había cesado hacía años. Durante mucho tiempo fue adicto al paracetamol, ácido acetilsalicílico, ibuprofenos…el cajón de su escritorio era lo más parecido a un depósito farmacéutico en el que convivían armónicamente inmunodepresores, analgésicos, antidepresivos, relajantes musculares, pomadas para esa parte apodada de forma poco glamurosa que habita en lo que podríamos denominar como «desagüe humano».

Devolvió con un golpe suave el cajón a su lugar de origen; así, cerrado, para que no fuera testigo ni vocero de su condición depositante de flaquezas.

Miguel había llegado pronto al trabajo, cosa poco habitual en él. Antes de encender siquiera la luz de su despacho, la primera ejecución llevada a cabo era con su imprescindible amante: la cafetera. Una capsulita y el néctar que derramaba el pitorro de aquel invento de la modernidad que, al ser ingerido, provocaba el primer rictus de sonrisa en el interfecto que habría cambiado su reino —de haber tenido alguno— por esa tacita minúscula de líquido amarronado.

Pasó por delante del escritorio de Olga, instalado junto a la puerta de su despacho al que se le adjuntaron unos paneles laterales de plástico transparente con el fin de darle un mínimo de intimidad. Dado el material y el diseño empleados, no consiguieron su fin. Olga sentada delante del ordenador introducía en esos momentos la contraseña que la llevaría un día más por esos mundos interplanetarios de redes, carpetas, informes, documentos clasificados…

—Buenos días, Olga. Cuando puedas, sin agobios, ¿podrías pasarme el informe del semestre pasado sobre la filial Strong Storm?

—Por supuesto. En unos minutos lo tendré listo. —Olga ensaya una sonrisa, pero los músculos cigomáticos activadores de la misma, hace tiempo que pasaron a mejor vida, paralizados por obra y gracia de litros de toxina botulínica que no lograron disimular el deslizamiento de la vida en la que llevaba incrustada más de cincuenta años.

—Gracias. Sin prisa…pero sin pausa…remató Miguel mostrando en una amplia sonrisa su dentadura, cincelada a base de invertir en ella una fortuna.

Miguel toma asiento en su sillón de cuero y madera noble frente a un ordenador de vanguardia, de esos que deberían ser capaces de ejecutar órdenes tales como: «tráeme un güisqui; limpia la mesa; recoge la basura…» eso y cualquier cosa que se pasara por la mente para amortizar su coste, ese, que pocos podían permitirse si eras un currito de poca o mucha monta, con un sueldo estirable como chicle para adquirir la condición de manto que, llegara a cubrir todo lo pagadero de la intendencia que necesita un ser corriente y vulgar.

En el ángulo superior izquierdo parpadea una luz verde; es la señal de mensaje importante entrando, y la señal de alarma de que algo siniestro está ocurriendo. Miguel sabe que cuando esa luz se activa, el mensaje no será bueno, invocando de esa forma a ser leído de inmediato. Un clic aplicado sobre el parpadeo da paso a la lectura del comunicado que envía su amigo Marcos: «Ven inmediatamente. Hospital Marítimo Universitario. Te espero en recepción». Miguel busca desesperadamente su móvil. No acierta a recordar donde lo ha dejado. Como loco abre cajones y remueve estanterías… ¡Olgaaaaaaaaaaaaa! Olga acude con la cara acartonada por el susto.

—¿Sí?

—¿Has visto mi móvil?

—No. ¿Ha probado a marcar su número desde el teléfono de sobremesa?

—Miguel que está arrebatado en lo que amenaza con convertirse en un ataque de pánico en toda regla, agarra el auricular como quién se agarra a la vida tratando de salir a flote de un naufragio. Marca su número de móvil…silencio…

—¡Cagüen en todas las penas del mundo! ¡Me lo he dejado en casa!

Ordena a Olga que le pida un coche de alquiler con conductor, esos tan de moda en las ciudades que van dejando de lado al clásico taxi que acompañó la vida urbana durante años. Él no se encuentra en condiciones de conducir. El presentimiento que le tiene agazapado de la garganta hasta el ombligo paraliza cualquier acción que pudiera necesitar ejecutar en estos momentos.

Se lanza fuera del coche como un relámpago empujado por el resorte interior que es el miedo. En la puerta del hospital espera Marcos. No es necesario preguntar; su cara es un folio escrito en mayúsculas, negrita y tamaño de la fuente extra grande.

—¿Cómo ha sido?

—Un camión a la deriva, sin conductor…




Miguel corre hacia recepción, balbucea el nombre de su hijo…corre por el pasillo al final del cual no hay esa luz blanca tan cinematográfica que nos han inculcado en cientos de malas películas. Solo oscuridad, la oscuridad de una resaca que en sus olas arrastra la figura de la única cosa que fue capaz de amar.

Miguel se dejó arrastrar en la marea sin vuelta. No había contracorriente ya con la que medirse. La última resaca se llevó los elixires que habían adormecido gran parte del oleaje en el que una vez hubo instalado su vida.  

Los sonidos de sirenas acercándose. La luz es blanca. La noche larga. Llueve. 




 












Comentarios

  1. Magnífico relato. La resaca viene del exceso y el exceso se cobra su peaje.

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    1. El precio siempre lo pone la vida. Gracias David por tus comentarios. ¡Saludos!

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  2. Un maravilloso relato , me encantó ♥️

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