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RELATOS BESTIALES

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—¡Qué bestia! —¿Qué vestía? —¿Qué ves, tía? —¿Ves, tía? ¡Te lo dije! La navidad es la época más bestia que se ha inventado desde el principio de los tiempos. Es ver el primer árbol de navidad, la primera lucecita y yo me pongo a morir. —¡Qué bestia, tía! —Para bestia una de mis vecinas que se viste de «MamáNoNoël» y nos pega unos sustos del copón. —¿Qué ves, tía? —Yo no veo «ná». En lo que va de noviembre a diciembre cierro los ojos y tiro «p’alante» sin sentir. A partir del seis de enero vuelvo a ser medio normal. —¡Qué bestia, tía! Para bestialidad la que se formó en la casa de Antón la pasada navidad. Acabaron comiendo el pavo en comisaria (lo de comer es un decir, en realidad la cena se fue al garete). ¡A quién se le ocurre sacar el tema «política» cuando se va a trinchar un pavo! Qué si tú tal...¡pues anda qué tú, más!…total, que Antón que tiene a su cuñado «enfilaó» desde el momento en que a su hermana se le ocurrió llevarlo a casa por aquello de las pr

OTOÑO

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Verdes telas de araña amanecían alrededor de su cama. Madejas de pelos rubios cubrían las alfombras sucias por el polvo depositado en una época del año que no debería existir. En la mesita del recibidor, acumulados, un taco de cartas muertas que no se molestaría en abrir. Consignas invitando a seguir un juego macabro, y la predisposición firme de no entrar en él. —¿Elecciones? ¿Otra vez?... ¡Qué le den por el culo a todo! Maldito otoño, maldita caída de la hoja y de mi pelo, maldito polvo otoñal. Voy a incrustarme en la cama hasta que llegue un tiempo donde no se ponga el sol. Cruza la calle como cada mañana. El mismo lugar. La misma hora. Algo ha cambiado en su manido paisaje. Incapaz de sustantivar «aquello», continúa, tratando de esquivarlo. La musaraña invisible ha desaparecido llevándose su sombra. Es en ese instante cuando determina y reconoce la identidad de la «musaraña»: Otoño. Aquella mañana los pájaros cantaban del revés.

RÍOS DE TINTA

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Desde la orilla opuesta llega una melodía no identificada. La música le hace retroceder a otros tiempos que, no por pasados fueron mejores. Sentado sobre una piedra cubierta por un manto de musgo, este, hacía del sillón improvisado, un mullido asiento. Escribía, emborronaba, volvía a reescribir lo garabateado. —No puede ser. —Decía una y otra vez como si con ello quisiera convencerse así mismo. En aquel lugar habían transcurrido los mejores y los peores tragicómicos momentos de su poca habitual vida. No era huraño, no era antisocial, no era introvertido. Solo anhelaba una paz que el mundo le negaba. Él, tan libre. Él tan independiente. Él, tan poco pendiente de lo que el rebaño denominaba “vida”. Él, no era de este mundo, fabricado sobre embustes y enredos que no entendía. La lenta cadencia con que la música iba entrando poco a poco hasta inundar el espacio, lo transportó a una nueva zona, irreconocible, azul, libre; un campo hasta ahora oculto. El miedo que siempre había

PESIMISTAS

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El vaso siempre medio vacío era rellenado una y mil veces, pero, a medida que se le añadía el líquido mágico este se evaporaba en el aire sin dejar rastro. No había fórmula que no hubiera probado, todas con el mismo resultado de fracaso absoluto. —La jarra está rajada, y cuando creo en su contenido intacto, la realidad es de total ausencia. —Pensó. Compró una docena de jarras. Compró el agua más cara que había en el mercado. Con el nuevo arsenal se dispuso a rellenar el vaso. El nivel permanecía intacto. Olvidó por un momento el vaso, el líquido y, de su estado gaseoso también se olvidó. Tras los cristales, una nube en el ojo derecho distorsionaba los objetos a su alrededor. Tomó sus gafas, las miró al trasluz. Tenían una mancha negra en el centro parecida a la que deja un rastro de ceniza. Gamuza en mano, frotó y frotó y frotó hasta hacerlas brillar. En la cocina, jarra en mano, rellenó el vaso hasta conseguir rebasar el borde por el que se derramaba el raudal que en

DIVERGENCIAS

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El ruido de las cortinas que su «tata» descorría con un sutil movimiento cada mañana, acabó por despertarla de la pesadilla en la que llevaba atrapada toda la noche. —Señorita, su mamá la espera en el comedor, debe darse prisa si quiere evitar su enfado. —No, no voy a levantarme, hoy, no. En el comedor, la madre repiquetea una campanilla de plata. Dependiendo del movimiento que se aplique a la misma, el sonido puede ser, de prudente llamada o de apremio inmediato. La tata se encamina ligera hacia el comedor donde se topa con el careto de la señora que, por su expresión, no presagia nada bueno. —¿La señorita está dispuesta? —Sí, señora. Bajará en un momento. —Mintió la tata para esquivar el escopetazo. Diez minutos después, Ada, no había dado señales ni de vida, ni de muerte. La señora de la casa agarró la campanilla como si al apretarla quisiera más que hacerla sonar, propinar su desintegración. Cuando la sirvienta apareció atemorizada delante de sus ojos, la orden

MIEDO

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Miedo, miedo, miedo. La fuerza de los malvados consiste en saber aprovechar el miedo de sus víctimas. Nada en esa nebulosa hacía presagiar el mal endémico que contenía. El disfraz de hada la protegía a la vista de quién no quiere mirar más allá del hábito. Los ojos habituados a otear entre tinieblas se percataban con un simple vistazo de lo que escondía aquella máscara. El emporio que había fundado tenía todos los ingredientes de un sistema feudal, donde los esclavos «rebeldes» eran castigados sin piedad. Sin descanso. Ni un respiro. En sus mazmorras, un arsenal de cadenas aguardaba el turno para ser distribuido a merced de sus antojos, siempre bien custodiado por un feroz leviatán. Reina de los nueve círculos de Dante, con su látigo invisible castigaba todo lo bueno que aparecía a su paso. En la interminable noche un ruido de cadenas puso en alerta al guardián de Lucifer y los círculos comenzaron a cerrarse, cada vez más pequeños…hasta quedar reducidos a un microscópico p

LA SEÑORA DE LIMA

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La noche en el desierto. Era todo lo que pudo recordar después de cruzar el Atlas hacia el Océano. Pensativa, nefelibata, perdida… El mar tranquilo le recibe con sus olas de aplausos, solo el sol arremete contra todo intento de alcanzar sosiego. Ha cruzado el paraíso de mugre y belleza, de riqueza y mansedumbre. Ahora descubre cuál es su sitio. Paraíso perdido entre arena y más arena, remanso. ¡Mamá! —gritó en vano; no es que no escuche, es que no quiere escuchar. De camino a la cocina donde la madre prepara la cena piensa en cómo puede hacer su petición sin incomodarla. Hace tiempo que cualquier comentario, ruego o simple apunte sobre cuestión baladí la pone de garras y, lo que en esos momentos se encuentre en sus manos, o a su alcance, acaba estrellado contra el suelo. Cautelosa, se acerca. —¿Mamá? ¿Puedo pedirte algo? La madre a lo suyo. Ni pestañea. —¿Mamá? ¿Puedes ayudarme a escribir una carta? —se lanza ya sin paracaídas temiendo como siempre lo peor. Contra todo

MARRAKECH

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Siempre me sorprenderá el paisaje que se dibuja desde el avión. Es fascinante la sensación de estar «pendiente de un hilo». Las nubes como humo, como trocitos de algodón nadando alrededor de mi ventana. ¡Me encanta volar! Como mis conocimientos sobre física, espacio-tiempo, son escasos (por no decir nulos) no tengo armas para definir la sensación que produce sentirse parada en un punto al parecer sin movimiento. Llegada a Marrakech. El aeropuerto me parece una preciosidad, eso sí, ¡un calor sofocante! Marrakech es la ciudad de los jardines. Avenidas kilométricas, rodeadas por inmensos jardines. Existen dos partes bien diferenciadas: la ciudad nueva y la Medina. Esta última con su Zoco y sus calles imposibles, estrechas, abarrotadas de gente y motocicletas que hacen muy difícil su tránsito (estresante, más bien).  Puestos de pescado, de carne colgando de ganchos…sin atisbo de medio alguno de conservación. Intenté tomar foto, no me dejaron. Luego está el tema «regateo» que, para

EL FINAL DE LA DERROTA

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Regresaba de la siempre denominaba por él: «mi última aventura», a sabiendas de que no lo sería. En las arenas movedizas de aquel monte…perdió las llaves. La prueba —sin consecuencia por ahora— no estaba resultando tan fácil como en un principio le pareció. Llevaba colgado su amuleto, confeccionado por un gurú al que se topó por casualidad en una zona inexplorada de algún lugar del mundo. Nunca salía sin él. Sin ese «atuendo» era sentirse desnudo, tanto se había habituado, hasta convertirlo en imprescindible. —Hay búsquedas que suenan a derrotas. —Pensó. Tras horas de caminata comprendió que andaba en círculos. —Por aquí he pasado, he pasado…dos, tres, cuatrocientas veces…—Exclamó. Difícil atinar en un paraje heterogéneo, salvaje. No existía una línea que le sacara de ese círculo en el que había caído. Intentó un giro, y otro, y otro…nada. Seguía sin moverse del sitio. Buscó la brújula en uno de sus bolsillos: había desaparecido. —No puede ser. Estoy seguro de haberla col

ATINOS Y DESATINOS

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Sería cosa del destino, pero, la verdad es que era un desatino. No atinaba ni por lo más remoto a dar en el clavo. —Voy a crear «La Escuela de los Desatinos». —Se dijo. De experiencia ando sobrada, y, creo ser más clavo que martillo. Desde esta condición, difícil resulta dar en el primero cuando el poder lo ejerce el segundo. —¿Qué haces con ese recipiente? —Preguntó Galatea. Galatea no era ni de lejos el retrato de la estatua que creó Pigmalión. Su cuerpo tenía forma de manzana. Sus manos rechonchas y rojas, sus piernas corvas, y su nariz de berenjena, hacían de ella la antítesis de la creación del rey de Chipre. Vera, intentaba «atinar» con el artefacto, poniendo en su contenedor un amasijo de ingredientes a fin de engendrar «algo» que no fuera un desatino. Pasaba las noches en vela ideando formas que la llevaran a crear —aunque solo una pizca fuera de lo común—, ese «algo» que escapara a lo conocido. Semanas, meses…cámara a la espalda…disparando a toda cosa, animal