NI BURRA, NI BUCHE, NI LECHE
«El cuento de la lechera».
—Me compraré un vestido.
Venderé los huevos, la leche y las lechugas; a poco que me den, compraré el
vestido de gasa verde que espera por mí en la ciudad.
«El
cuento de la lechera».
Una piedra en el camino y la
leche sembró de blanco el musgo, regó las lechugas a las que cambió el color,
los huevos configuraban un cuadro amarillo brillante y sus lágrimas abonaron el
campo de las ilusiones rotas.
Iba cada domingo con su cesta
al costado, su pañuelo de lunares, sus zapatillas de esparto, por caminos que enlazaban
pueblo con pueblo.
—¡Huevos! ¡Lechugas frescas!
¡Leche recién ordeñada! —gritaba por las esquinas.
Ahorraba hasta el último
céntimo de las ventas. Guardaba las monedas en una lata que habitaba el
recoveco secreto, escondida y a buen recaudo de quién osara curiosear.
Sus gallinas, su vaca, su
huerto, no daban para mucho, pero, ella era una hormiguita que sabía cómo ahuchar
y vivir con lo imprescindible.
Los sueños son eso: sueños.
Luego viene a cruzarse la piedra del destino y los fulmina de un plumazo.
—No llores. Mañana volverás a
recolectar…—dice la abuela mientras se coloca los anteojos.
—Mañana, mañana, mañana… ¡siempre
mañana!…el mañana es hoy; me quedo sin vestido…me quedo desnuda y vacía del
todo.
El amanecer del día «h», al entrar en el ponedero, algo
distinto al resto de los demás días activó todas las alertas. Se acercó con
miedo a la novedad; andaba casi de puntillas.
Un huevo dorado a las patas de la gallina —anónima hasta hoy— resurgía
de entre las pajas. Medio incrédula y, con el entusiasmo descolorido, acercó su
mano trémula. Al posarlo en su palma un fino polvo dorado se elevó hasta el
techo del cobertizo.
—Los sueños son polvo y mi
porvenir un dechado de incertidumbre. Ni vestido, ni oro, ni leches…seguir
cultivando sueños dorados, verdes, blancos…ese es mi camino. —Reflexionó.
La gallina, ufana. Ella,
confundida. El oro en fuga. Los sueños para mejor día.
El cuento de la lechera se
perdió entre las pajas de aquel gallinero.
La gallinita ciega, la lechera
con un agujero invisible en su asiento.
Al fondo del gallinero el
cacareo de las vecinas sonaba a risa macabra, entonaban un canto en sordina:
—«No
es oro todo lo que reluce».
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